Pequeños refugios, subterfugios del alma

Recuerdos, esos que consiguen transportarte a un lugar, un momento, y un sentimiento. Recuerdos, que en ocasiones, son generados o revividos, a través de una imagen, un paisaje, una persona o incluso un olor, una fragancia.

Recuerdos, instantes, sensaciones y sentimientos, se unen en contadas ocasiones, creando magia, la magia de revivir algo especial, guardado, olvidado, en lo más profundo de nuestro subconsciente.

Recuerdos, que en esta ocasión, me han llevado, transportado, a la época más entrañable de mi vida, disfrutada en la costa, la playa.

Playa, situada en las faldas del monte Igueldo, al cual recomiendo acceder desde su encantador, carismático, y centenario funicular de color rojo envejecido por el paso del tiempo.

Playa, a la que podemos acercarnos tras un breve, y a su vez espectacular paseo, desde el original peine de los vientos, creado por el excéntrico y aclamado escultor, Eduardo Chillida. Disfrutando, de uno de los mejores planes de la ciudad, en un día soleado, donde la riqueza, está al alcance de todos aquellos que tengan la capacidad de disfrutar de las pequeñas, auténticas, y sencillas cosas de la vida.

Playa, que aconsejo atravesar con pies despojados de sus habituales prendas, en pleno contacto con la naturaleza, sintiendo, como el agua de las olas riega los mismos hasta alcanzar los tobillos, de un modo reconfortante y recuperante a su vez. Donde al alzar nuestra mirada, contemplaremos un impresionante telón de fondo, con la Isla Santa Clara como principal actor de la gran obra que brinda el paisaje, a modo de lienzo. Isla, desde donde podremos divisar la espectacular bahía al completo, conocida por los propios oriundos, como la «Bella Easo».

Playa, que una vez recorrida, dará lugar, en el otro extremo de la misma, al famoso Pico Del Loro. Nombre, que proviene de una antigua ermita, situada en dicho enclave, dedicada a la virgen de Loreto, hoy inexistente y derruida desde 1986. Saliente rocoso éste último, que con marea baja, da acceso a la tan famosa playa de la Concha, la cual, siempre ha eclipsado el encanto de su compañera más sencilla, humilde y discreta.

Playa, en la que la tradición también hace acto de presencia, ya que en cualquier época del año, se podrá observar a diferentes habitantes de la ciudad, incluso de los pueblos más cercanos a la misma, recorrer de extremo a extremo con pies descalzos, hasta tocar con la planta de uno de ellos, ambos limites a modo de tradición. Limites, determinados por el gran muro que da lugar, a través de una pequeña rampa, al paseo de Eduardo Chillida, y el anteriormente citado Pico Del Loro, sobre el cual reposa, el asombroso parque del Palacio Miramar.

Playa, en cuyas aguas, que tienen su origen en el mar Cantábrico, me he zambullido desde que tengo uso de razón. Cuya arena, color miel, ha visto crecer, incluso madurar, a multitud de niños que acudían con desbordante ilusión a construir castillos de arena en la orilla, cuál reino, su reino, que protegían con murallas, de las diferentes olas que intentaban derrumbar sueños, en los que la imaginación, hacía que todo fuera posible. Niños, que hoy en día acuden como padres al mismo lugar, con sus hijos, donde esperan que sean igual de felices, que lo eran ellos a su temprana edad.

Playa, que una vez abandone de forma precipitada, y finalmente equivocada, mientras perdía mi propia esencia, sin ser consciente, sin darme cuenta de ello.

Playa, a la que año tras año, vuelvo a acudir, con la intención de reconciliarme, reencontrarme quizás, con ese niño que empujado por su imaginación, construía castillos de arena, o puede, que simplemente, regrese para encontrarme a mí mismo, y conseguir despejar las tan temidas dudas existencialistas, que alguna que otra vez, invaden y atormentan mis noches más oscuras.

Playa, en la que paso horas y horas en la estación más calurosa del año, descubriendo nuevos mundos, a través de diferentes libros, que amplían de una forma vertiginosa, mi perspectiva de la vida y mi horizonte. Mi nuevo horizonte.

Playa, en la que únicamente los que hemos pasado diferentes veranos en ella, y buscamos la esencia de las cosas, de la vida, somos conscientes de lo que puede ofrecer, brindar, un paisaje de tal magnitud.

Playa, que más que un refugio, en ocasiones, es un subterfugio de mi propia alma, desde la que escribo e inspira mis escritos.

 

A 23 de abril de 2017, en playa Ondarreta, Donostia-San Sebastian.

Carlos Ramajo para –MiFaDeLoSu

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