De repente un día te das cuenta que algo ha cambiado dentro de ti. Algo que consigue que las decisiones que tienes que tomar respecto a tu persona se basen en criterios totalmente diferentes a lo que estabas acostumbrado hasta el momento. De modo que las mismas se vean afectadas por esa nueva manera de ver y sentir las cosas llamada madurez. Una especie de despertar con el que comienzas a ser consciente de que en la vida no se trata de cantidad sino de calidad. A la plenitud, madurez.
Y es que llega un día en el que descubres que la calidad es la base de todo para una vida plena y feliz. Desde el desayuno que te preparas por la mañana al despertar hasta las relaciones sentimentales más intimas que acostumbras a mantener.
Una nueva perspectiva que tiene mucho o todo que ver con la madurez personal que alcanzas con el paso de los años. Una madurez que te proporciona con cierto haló, los verdaderos secretos de la vida. Pequeños hallazgos que hacen que con cada nuevo grado de madurez, disfrutes de las mismas cosas de siempre de una forma totalmente diferente.
Porque los años te enseñan algo muy importante: Que la juventud se caracteriza por lo inmediato y a pesar de ser ansiada una vez perdida tiene grandes defectos que no eres capaz de ver hasta que alcanzas la madurez. El mayor de ellos la propia inexperiencia, que consigue que tus decisiones sean equivocadas y erróneas porque valoras más la inmediatez, lo superfluo y la cantidad que la calidad.
Y es que la madurez temida desacertadamente, tiene una gran virtud. La madurez es experiencia y la experiencia te recuerda que lo complejo no tiene cabida en la vida si no tiene como recompensa la excelencia. La madurez te otorga la sabiduría necesaria y suficiente para que tus decisiones sean mucho más acertadas de lo que eran hasta el momento.
La madurez y la experiencia que ello implica te enseña que la vida no se trata de llenar vacíos, sino de completar espacios que ya se encontraban decorados de por si.
Carlos Ramajo para –MiFaDeLoSu blog–